miércoles, 4 de enero de 2012

Una apuesta arriesgada

PRÓLOGO


Madrid, septiembre de 2009

Sentada frente a su vieja máquina de escribir, Virginia se preguntaba qué era lo que había ido mal.
¿Por qué ese cabeza de chorlito tuvo que mencionar la palabra matrimonio? Y ella que pensaba que todo iba a las mil maravillas… Parecían entenderse, tanto dentro como fuera de la cama, disfrutar de su mutua compañía y pasarlo en grande. ¡Eso era más de lo que cabía esperar de cualquier relación, generalmente aburridas y carentes de emoción!
Pero, por lo visto, a Marcos no le bastaba con eso. ¡Él quería más! Y ella nunca podría dárselo.
Se levantó de la silla, harta de esperar una inspiración que no llegaba. Era inútil seguir mirando aquella hoja en blanco. Estaba demasiado furiosa para concentrarse en otra cosa que no fuera su propia frustración. ¿Por qué le costaba tanto comprometerse?
¡Maldita sea! Marcos le gustaba. Era guapo, inteligente y divertido… Claro que no tanto como para casarse con él. Ni con él ni con nadie.
Eran tantas las parejas que había visto romperse a lo largo de su vida que no tenía fe en el amor. Sencillamente, no creía en él. A ella le gustaban las relaciones desenfadas, divertidas y sin compromisos ni ataduras.
Su infancia había estado marcada por las continuas discusiones de sus padres, que no podían estar ni cinco minutos juntos sin gritarse, faltarse al respeto o lanzarse hirientes acusaciones. Aquel matrimonio había sido un auténtico fiasco. Mientras que su padre buscó consuelo en el trabajo, enfrascado en la difícil tarea de dirigir y gestionar la empresa familiar, su madre se había dedicado a conquistar a cualquier hombre que tuviese un buen talonario en el bolsillo y un traje de Armani como fondo de armario.
Aquello le había abierto los ojos, mostrándole el lado amargo del amor. Y Virginia no estaba dispuesta a pasar por ello. Tendría que dejar el romanticismo exclusivamente para sus novelas. ¡Sólo así estaría libre de sufrir un desengaño!
Se preguntó si algún día podría superar aquella opresión en el pecho que parecía invadirla cada vez que una relación tomaba un cariz más serio o exigía de ella un mayor compromiso. Estar atrapada le producía tal temor y angustia que se veía obligada a romper con todo, refugiándose en la paz de su pequeño apartamento del Madrid de los Austrias. Allí, a solas con su conciencia, le asaltaba un poderoso sentimiento de culpa y aflicción por haber acabado cruelmente con las esperanzas de un hombre enamorado, que de repente descubría que Virginia Delgado no era como las inocentes, apasionadas y románticas féminas de sus novelas, sino una vulgar imitación. Y aquello era el final de la historia.
Pese al amor que su hermano Daniel le profesaba, tachaba su comportamiento de frívolo e inmaduro. «¡Como mamá!», parecía querer decirle a gritos.
Y, aunque no podía reprochárselo, eso le dolía... ¡Para nada era igual que ella! ¡No podría soportarlo! Puede que llevara una vida desordenada y que las relaciones afectivas no fueran su fuerte pero, a diferencia de su madre, nunca hacía falsas promesas ni hería intencionadamente a los demás. Además, tenía una profesión: era escritora.
Se asomó al balcón, convencida de que aquellas hermosas vistas de la plaza de Oriente, la catedral de la Almudena y el Palacio Real mitigarían su malestar. Era un privilegio despertarse cada mañana en un apartamento de ensueño, en medio de aquel bullicio y rodeada de edificios históricos. Aunque lo que realmente convertía aquel pequeño, pero coqueto, loft en algo tan especial, era que estaba a cinco minutos andando del Teatro Real, donde acudía a disfrutar de la ópera en cartel siempre que podía; una de sus grandes aficiones.
Precisamente había ido con Marcos a ver Madame Butterfly hacía unos días. ¡Y ahora todo se había ido al garete por su absurdo empeño de casarse con ella!
Un sonido rítmico y agudo la sacó de aquellos pensamientos destructivos y repletos de remordimientos. ¡Su absoluta falta de inteligencia emocional era patética!
Agradecida por la interrupción, levantó el auricular.
―¿Dígame?
―Virginia, ha ocurrido algo terrible ―la voz quebrada de su cuñada sonó al otro lado del hilo telefónico.
―¿Alicia? Cálmate. ¿Qué ha ocurrido?
―Es Daniel. Ha sufrido un accidente. Está muy grave.
―¡Noooooo!
―Tienes que venir enseguida al hospital.
―¿Dónde estás? ―preguntó, tratando de mantener la calma.
―En el Ramón y Cajal.
Al llegar al hospital, todas sus esperanzas se desvanecieron al descubrir la flagrante verdad. Daniel se encontraba en la Unidad de Cuidados Intensivos. Su estado era crítico y se temía por su vida.
Virginia se abrazó a su cuñada, ajena a las miradas especulativas y pesarosas de la gente que las observaba. Sin poder reprimir por más tiempo lo inevitable, las lágrimas salieron a borbotones de aquellos ojos negros. El dolor que la invadía era indescriptible.
Miró a Alicia. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos por el llanto. Se la veía agotada e, incluso, perdida. Probablemente debido al efecto de los tranquilizantes.
―¿Cómo ha sido? ―preguntó, desconsolada.
―Esta mañana salió muy temprano. Tenía mucho trabajo pendiente. Al parecer le asaltaron cuando iba de camino a la empresa. Virginia… le han dado una paliza brutal. La policía dice que probablemente opuso resistencia y se cebaron con él.
―¡Oh, Dios!
A Virginia no le salía la voz. Sencillamente se había quedado muda ante aquella avalancha de información sin ningún sentido para ella.
―¿Por qué diablos tuvo que enfrentarse a ellos? ¡¿Por qué no les dio el dinero y punto?! ―exclamó Alicia, impotente, sin poder contener la rabia por más tiempo.
Virginia se llevó las manos a la cara, intentando ocultar la pena y la ansiedad que la embargaban. Pero, era inútil. Nada podía aplacar la desazón de aquellos momentos de absoluta impotencia.
Estaba deshecha, pero no podía derrumbarse ahora que Alicia tanto la necesitaba. Era ella quién compartía la vida con Daniel; quién notaría más su ausencia; la que se acostaría sola cada noche, sin el calor de sus besos y sus caricias; la que había perdido no sólo un marido, sino un amigo, un amante, un compañero…
¿Por qué la vida tenía que ser tan ingrata? No era justo que el destino acabase de un plumazo con las ilusiones y el futuro de la única pareja estable y enamorada que ella conocía. Llevaban ocho años de relación y los tres últimos felizmente casados… ahora truncados por la fatalidad. 
Sólo les quedaba rezar y esperar que se produjese un milagro. Al menos, se recordó a sí misma, se tenían la una a la otra.
Su padre había fallecido hacía siete años de un ataque al corazón y su madre, tres años antes, víctima de la esclerosis que padecía y que acabó por destrozar cada partícula de su cuerpo enfermo; un mal día, su corazón dejó de latir.
De repente, una voz desconocida anunció:
―¿Familiares de Daniel Delgado?
Precipitaron sus pasos hacia el joven ataviado con una bata verde. Aquella expresión circunspecta no presagiaba nada bueno.
―Soy el doctor Santamaría. Lo siento. El estado del paciente es crítico. Sufre un traumatismo craneoencefálico importante y no responde a los estímulos. Habrá que esperar a ver si el hematoma se reabsorbe y consigue salir del coma en el que ha entrado.

CAPÍTULO 1


Madrid, marzo de 2010

Hacía un día precioso para salir a pasear, pero Virginia no podía dejar de pensar en todo lo que se le venía encima. ¡Cómo si no tuviera ya suficientes problemas!
Se levantó del sofá y se asomó a la ventana. «Esto no puede estar pasando», pensó, en un vano intento por engañarse. Pero ya no le quedaban más excusas a las que agarrarse.
Miró de reojo a su cuñada, que la observaba sentada al otro extremo del salón, visiblemente preocupada. Tarde o temprano tendría que decírselo. Pero la cuestión era cómo hacerlo. ¿Cómo le dices a la mujer de tu hermano que la empresa que durante años ha pertenecido a la familia está a punto de pasar a las manos de un aprovechado oportunista de la competencia? Tenía el corazón en un puño.
Y ella era la única responsable. ¡En apenas seis meses había dejado que los sueños de su padre se fueran al carajo! Aquella carga pesaba como una gran losa de hormigón.
«Diablos, soy escritora, no empresaria. ¿Qué se suponía que debía haber hecho?»
No había un ápice de mentira en aquella afirmación pero, aún así, los remordimientos la estaban consumiendo.
―Bueno, ¿vas a contarme qué te ocurre? Llevas más de una hora distraída y evitando mirarme a los ojos ―preguntó Alicia, expectante. Por más que miraba a su gran amiga de la infancia, le costaba reconocerla. Estaba mucho más delgada y demacrada. Pero era su rostro abatido lo que le confería un aspecto tan desolador.
La joven se giró hacia ella, vacilante.
―Se trata de Vidasa.
―¿Qué ha pasado? ¿Hay algún problema?
Virginia sintió que el estómago se le encogía. O lo soltaba de golpe o sencillamente explotaría. Se armó de valor y comenzó con la explicación que tantas veces había reproducido mentalmente en su cabeza.
―La empresa no va bien, Ali. Tenemos graves problemas económicos ―dijo al fin―. La situación es crítica.
―¿Tan mal van las cosas? ―preguntó, alarmada.
―Sí. Es muy probable que tengamos que vender.
―¡¿Vender?! ¡Pero si es la empresa familiar!
―¿Crees que no lo sé? ―repuso con resignación―. Pero hemos recibido una buena oferta de Food Gourmet y Oliver insiste en que deberíamos aceptar ahora que Vidasa todavía es atractiva para el mercado.
―¿Y cómo hemos llegado a esta situación?
―Ojalá lo supiera… ―murmuró Virginia con tristeza―. Supongo que debido a un cúmulo de desafortunadas circunstancias. El caso es que varios pedidos no llegaron a tiempo y, ya sabes cómo es este negocio... Se dice que, desde que Daniel no está al frente, todo ha cambiado. ¡A peor, claro!
Lo cual, bien mirado, era cierto. En todo aquel tiempo había descubierto que no tenía ni puñetera idea de cómo dirigir una empresa.
Si la noticia del grave estado de salud de su hermano fue como un mazazo, tener que hacerse cargo del negocio fue el detonante para disparar la angustia y la tensión que la atenazaban desde entonces.
Sabía que Alicia era incapaz de asumir ese papel, no tenía ni la formación ni las fuerzas suficientes para emprender aquella batalla. Sin embargo, se suponía que ella estaría más familiarizada con el negocio. Aunque, por desgracia, nunca le prestó demasiada atención.
Fue Daniel quien, al comenzar su carrera universitaria de Administración y Dirección de Empresas, se unió a su padre en la dura tarea de capitanear y administrar la empresa familiar y quien, a la muerte de éste, tomó el mando absoluto de la misma, posicionándola en lo más alto.
Aunque ella no compartía aquella pasión, su hermano no le permitió quedarse totalmente al margen, obligándola a mantener a su nombre un porcentaje de acciones, convencido de que la profesión de escritora era demasiado inestable económicamente como para vivir de ella eternamente. De este modo, siempre contaría con un dinero extra importante. Al final, ella aceptó de mala gana; detestaba discutir con él. ¡Ambos eran igual de testarudos!
Por aquel entonces, Vidasa ya era un verdadero imperio: la número uno en la elaboración de comida preparada. Su nombre comercial, Ñam-Ñam, impreso en letras azules y amarillas en todos sus envases, era reclamo de los mejores guisos y las recetas más originales que podían encontrarse en el mercado; estaban en todas partes, incluso en pequeños supermercados y gasolineras.
Sonrió al recordar cómo surgió la idea del nombre comercial. Cada vez que su padre regresaba a casa con un nuevo plato, se lo daba a probar a ellos que, deseosos de compartir su entusiasmo, siempre terminaban por decirle: «Ñam, ñam... ¡Está riquísimo!»
 Vidasa era una máquina de hacer dinero y ella, en apenas unos meses, lo había echado todo a perder.
―¿No podríamos pedir un crédito? ―quiso saber Alicia.
―Ya hemos sopesado esa posibilidad, pero la situación se agravaría aún más. Estamos endeudados hasta las cejas. Apenas cubrimos costes. Tres de nuestros mejores clientes se han ido a la competencia…
―¿Por qué no me habías dicho nada hasta ahora? Podría haberte… ―«ayudado», pensó. «Imposible, no sabría ni cómo empezar»―. Apoyado ―dijo finalmente.
―Porque no quería preocuparte. Bastante tienes con atender a Daniel.
―Virginia, no olvides que también es tu hermano. Esto está siendo igual de duro para las dos. Y encima esta maldita empresa acabará por destrozarte los nervios. ¿Te has visto? Tienes un aspecto horrible.
―No duermo demasiado.
Alicia había estado tan sumida en su propia desgracia personal que había olvidado que Virginia también estaba sufriendo. ¡Tendría que haberle prestado más atención! ¡Estaba claro que verse obligada a tomar las riendas de Vidasa había contribuido a agravar aquel dolor! Bastaba con mirarla a los ojos para adivinar la frustración y el sentimiento de culpa que se habían apoderado de ella. Su tesón y afán de superación eran legendarios y tener que vender suponía una derrota. Al menos, para ella.
Virginia, consciente de que su cuñada había advertido su malestar, trató de reponerse. Pero era inútil. Las lágrimas amenazaban con asomar a sus ojos.
Desde que ocurrió la tragedia había soportado demasiado peso sobre sus hombros. Lo había sacrificado todo, renunciando a sus sueños y dejando de lado su profesión y su vida, sólo para poder ocuparse de la empresa y de Alicia, que estaba emocionalmente hundida. La acompañaba al hospital siempre que su apretada agenda se lo permitía y, cuando no le era posible, pasaba por su casa para asegurarse de que estaba razonablemente bien.
Pero ya no podía con tantas responsabilidades. El futuro de ambas corría el mismo camino incierto y juntas debían tomar una decisión.
―Ingenuamente confié en poder controlar el negocio hasta la vuelta de Daniel ―continuó justificándose. Hablaba de él como si hubiera emprendido un viaje de negocios del que fuera a regresar en cualquier momento―. Es obvio que me equivoqué ―se lamentó, conteniendo el llanto.
―¿De verdad crees necesario vender? —desdramatizó Alicia, intentando animarla al ver su rostro desencajado.
―Nos guste o no, debemos enfrentarnos a la realidad. Ali, seamos prácticas. Si vendemos ahora, todavía podríamos sacar una buena cantidad y, créeme, la vas a necesitar.
El dinero era importante. Sólo con el respaldo de una cuenta millonaria, Alicia podría seguir manteniendo el mismo ritmo de vida que había llevado hasta ahora, sin tener que ponerse a trabajar ni reparar en los elevados gastos médicos que, mientras Daniel siguiera en coma, iba a tener que afrontar.
―La recuperación de Daniel puede ser larga, dura y costosa. Te vendrá muy bien el dinero. Sinceramente, no creo que podamos sacar adelante el negocio ―concluyó Virginia con resignación.
―Sabes que confío plenamente en ti. Si crees que lo mejor es vender, adelante, hazlo. Te apoyaré hasta el final —dijo Alicia, apretándole la mano con fuerza, como muestra de su cariño.
―Bien, hablaré con Oliver para que estudie con más detalle la oferta de Food Gourmet. Si mantienen el precio de diecinueve millones de euros, aceptaremos. Creo que es muy razonable dada la situación tan caótica en la que nos encontramos.
Pero de una cosa estaba segura: si Daniel se recuperaba algún día, ella no viviría para contarlo. La decepción y la ira de su hermano al conocer la repentina venta de la empresa serían de tal calibre que, irremediablemente, se lanzaría sobre ella para estrangularla con sus propias manos.
«Perdóname, Daniel, sólo Dios sabe lo difícil que es tomar esta decisión, pero por encima de todo está vuestra salud y bienestar. No pienso dejar a Alicia en la estacada, arruinada y deshecha. Ella necesita todo el dinero que pueda reunir.»
La decisión estaba tomada. Venderían.


Aquella mañana primaveral Virginia se levantó muy temprano. Apenas había dormido en toda la noche.
Sentía como si una mano invisible le oprimiera la boca del estómago hasta el punto de impedirle casi respirar. No era apetito; fue incapaz de desayunar otra cosa que un café con leche. Después de darse una ducha bien caliente, echó un vistazo al interior de su armario y pensó en qué ponerse para la ocasión. Eligió un traje negro de chaqueta y pantalón que combinó con una camiseta blanca. No podría haber elegido mejor, la cita que tenía esa mañana se asemejaba bastante a un funeral.
Se miró al espejo y observó que su rostro era el vivo reflejo de su desesperada situación. Parecía cansada y tensa; había que estar ciega para no reconocerlo. Los ojos enrojecidos por el llanto y las enormes ojeras, no ayudaban en absoluto a mejorar aquella patética imagen.
«¡Ni hablar, no pienso darles el gusto de verme así: demacrada y hundida!»
Se puso crema hidratante revitalizante y, a continuación, eligió una base de maquillaje que le diese cierta luminosidad al rostro, un corrector de ojeras, rimel negro para alargar las pestañas y, por último, se aplicó un poco de brillo en los labios. Volvió a mirarse en el espejo. El cambio era notable. Cogió el bolso y decidió que ya estaba lista para partir.      
Era hora punta en Madrid y prefirió tomar un taxi en lugar de utilizar su propio coche. Estaba demasiado nerviosa para conducir.
―¿A dónde, señorita?
―A la Torre de Cristal, por favor.
Una vez allí, miró hacia arriba. Daba vértigo incluso desde la base. Era uno de los rascacielos más altos de Madrid del nuevo parque empresarial Cuatro Torres Business Área, junto al paseo de la Castellana.
Consultó el reloj y advirtió que eran casi las nueve. Tomó el ascensor, que la llevó a la planta veintitrés, dónde la recepcionista, reconociéndola de inmediato, se dirigió a ella educadamente.
―Buenos días, señorita Delgado, la esperan en la sala de reuniones. La acompaño.
―No será necesario, gracias. Conozco el camino.
Se dirigió lentamente hacia el final del pasillo. Sentía las piernas muy pesadas. Era como si fuese un preso en el Corredor de la Muerte que, con cada paso que daba, se acercara más a un destino anunciado. Le costaba respirar. Se detuvo y trató de recordar lo aprendido en los cursos de relajación a los que había asistido el verano anterior. Cogió aire y lo soltó lentamente. «Inspirar, espirar, inspirar, espirar...» Repitió la maniobra varias veces, hasta que alivió levemente la presión que sentía en el pecho.
―¿Se encuentra bien, señorita? ―le preguntó un hombre de aspecto desaliñado, pero elegantemente vestido.
―Perfectamente, gracias ―respondió Virginia en un ataque de orgullo. «Maldita sea, quizá debería haber comido algo.» Estaba mareada. «En fin ―se dijo―, acabemos con esto de una vez.»
En esta ocasión no le flaquearon las piernas y se dirigió con paso firme a la sala. Llamó a la puerta y entró. Le extrañó que Oliver, su abogado, no estuviera ya allí.
―Buenos días, señor Márquez ―y le estrechó la mano.
Luis Márquez era de estatura mediana y debía rondar los cincuenta años. A Virginia le resultó antipático en cuanto le conoció, hacía ya dos meses. Claro que, teniendo en cuenta que era el aprovechado oportunista que le iba a arrebatar su empresa, la aversión que sentía hacia él era, del todo, justificada.
Márquez era considerado en el mundo empresarial un próspero hombre de negocios y, viendo la oportunidad que se le presentaba, no dudó en hacerles una magnífica oferta en cuanto supo que tenían problemas.
Virginia se preguntaba quién habría filtrado la información acerca de la grave situación financiera por la que atravesaba Vidasa. Oliver y ella habían sido extremadamente cautelosos al respecto. Si llegaba a oídos de los empleados podría cundir el pánico y lo último que deseaban era tener que lidiar, también, con los sindicatos.
Cuando tres semanas atrás se citaron con Márquez, éste les hizo una oferta que no pudieron rechazar. Además de ofrecerles una cantidad importante de dinero, les garantizó que no habría despidos, requisito innegociable para acceder a un posible trato.
―Encantado de volver a verla, señorita Delgado ―dijo Márquez―. Tome asiento, por favor. Ya conoce a mi abogado, el señor Ramírez. ―Ella hizo una leve inclinación de cabeza a modo de saludo―. A mi derecha, don Fernando Villacañas, que será el notario de la operación.
―Buenos días ―saludó Virginia. Apenas conseguía articular las palabras.
¡Jamás se imaginó que finalmente accedería a vender y que sería precisamente ella la que estamparía su firma en aquella operación! Pero, a la muerte de su padre, Daniel insistió en que debían firmar plenos poderes solidarios por si algo inesperado le sucedía al otro. ¡Ojalá no lo hubiera hecho! Ahora no estaría en esta encrucijada. Aunque, para qué engañarse, quizá Vidasa no estuviera a punto de pasar a otras manos, pero se encontraría al borde de la quiebra más absoluta. Los remordimientos la estarían consumiendo igualmente.
Sentada en la sala, observó al comprador. Era de complexión fuerte, facciones bien marcadas y mirada dura. De joven debió ser un hombre apuesto pero hoy, sus arrugas y bolsas bajo los ojos eran signos indiscutibles de una vida intensa. Su voz era grave y decidida y su presencia imponía respeto. Pensó cómo sería tenerlo de enemigo. Probablemente, se imaginó, sería cruel y despiadado.
Dejó de especular y miró el reloj. Pasaban quince minutos de las nueve. ¿Dónde diablos estaba Oliver? Esperaba encontrarle ya allí cuando llegó, solía ser escrupulosamente puntual.
Oliver, además de un buen amigo, era el abogado de la familia. Se encargaba tanto de los asuntos personales como de los relacionados con la empresa. A pesar de ser unos años mayor que Daniel, siempre habían pertenecido a la misma pandilla y, cuando él comenzó a trabajar en Vidasa, también lo hizo el abogado. Parecía tener cualidades indiscutibles para el derecho y un buen olfato empresarial. Daniel y él hacían un buen equipo y se complementaban estupendamente. Además de gozar de una magnífica relación, en lo relativo al trabajo eran considerados dos sabuesos.     
Virginia no lograba dominar los nervios. «Nueve y veinte.»
Tratando de no perder la calma, guardó la compostura y simuló leer los documentos que tenía frente a ella. Oliver seguía sin llegar.
«Maldita sea, ¿dónde te has metido?», se preguntó malhumorada. Estiró la mano hacia el bolso, con el fin de coger el teléfono móvil y llamarle, pero en ese preciso momento, una mujer menuda precedida por unas enormes y modernas gafas, asomó la cabeza por la puerta.
―Discúlpenme. Señorita Delgado, su abogado le espera en la salita contigua. Dice que su prometido está al llegar y que les gustaría hablar con usted en privado un momento.
«¿Mi prometido?», pensó Virginia. Definitivamente Oliver había perdido el juicio. No estaba segura de qué tramaba, pero sospechaba que no tardaría mucho en descubrirlo.
―Si me disculpan, veré de qué se trata. Volveré en unos minutos ―se excusó, mirando a Márquez, visiblemente nervioso. Las gotas de sudor le caían por la frente y, con las manos entrelazadas, hacía girar los gruesos pulgares uno alrededor del otro. Estaba claro que este asunto estaba poniendo a prueba la serenidad de todos ellos.
―Claro, adelante, tómese su tiempo, no pensábamos ir a ninguna parte ―dijo, en un intento de relajar el pesado ambiente y riendo de una forma que a ella le resultó forzada.
Oliver la esperaba en la sala contigua. Su expresión denotaba ansiedad y su respiración era agitada.
―¡Pero qué tontería es esa de mi prometido! ―le abordó sin darle la más mínima opción de explicarse―. ¿Sabes qué hora es? Vender Vidasa ha sido la decisión más difícil de mi vida y tú lo estás haciendo todavía más agónico. ¡Acabemos con esto de una vez! ―y se dirigió hacia la puerta.
―Espera Virginia, por favor ―dijo Oliver interrumpiéndole el paso―. Creo que quizá exista una solución y no tengamos que vender.
Virginia se sintió morir. La decisión estaba tomada, le había costado horrores llegar a esa conclusión. Si tenía que volver a pasar por el calvario de escoger entre la empresa y el bienestar de Alicia, enloquecería.
―Creía que habíamos sopesado todas las alternativas posibles ―respondió desconcertada y sin entender una sola palabra―. Santo Cielo, Oliver, en esa sala hay tres hombres esperando para firmar el contrato de compraventa de Vidasa. Creí que estábamos juntos en esto.
De pronto, la puerta se abrió de golpe y un hombre alto, de piel morena, cabello oscuro y ojos negros como el azabache, irrumpió en la sala. Iba impecablemente vestido con un traje italiano de corte moderno en tonos grises, pero desgraciadamente su elegancia estaba reñida con la educación y Virginia lo sabía con absoluta certeza.
Desafiante y arrogante, la miraba directamente a los ojos.
Virginia rememoró el día en que le conoció. Se encontraba charlando con Daniel en su despacho cuando ese mismo hombre irrumpió enérgicamente, del mismo modo que ahora e, ignorando su presencia, dijo: «Si nos disculpa, necesito hablar urgentemente con Daniel. A solas.» Su voz era grave y autoritaria.
Se encontraba sentada de espaldas a la puerta y, con la intención de ver al individuo que les había interrumpido de forma tan brusca y descortés, hizo girar su silla. Y allí estaba él. Atractivo y elegante. Masculino y viril.
«Qué sorpresa, Lucas. ―Daniel pareció alegrarse de la inesperada visita y le abrazó palmeando a la vez su espalda―. Te presento a mi hermana, Virginia.»
Lucas parecía no poder apartar los ojos de ella. Se acercó lentamente, como si estuviera cautivado por algo que no podía entender qué era. Ella le devolvió la mirada con expresión dura y desafiante. Se sentía desnuda, como si él pudiera ver cada una de sus exuberantes curvas bajo el vaquero y el grueso jersey rojo de cuello vuelto que vestía. Aquella mirada, intensa y penetrante, la incomodó hasta límites insospechados.
«Encantado», dijo entonces Lucas, saludándola con dos besos, que a ella le parecieron lentos y excesivamente íntimos.
Si su primera intención fue recriminarle sus malos modales, sencillamente no pudo abrir la boca. Tratando de disimular la impresión que Lucas le había causado y molesta por el descaro con que continuaba mirándola, se dirigió hacia la puerta con el fin de que él no percibiese el rubor de sus mejillas.
«Me marcho Daniel. Ha sido un placer volver a verte, hermanito», y sin despedirse de Lucas, dio un portazo y desapareció. 
No volvió a verle hasta el día de la boda de Daniel y Alicia, cuando a la salida de la iglesia, todos se dirigían hacia sus vehículos para ir al lugar donde se celebraría el banquete. Lucas también estaba allí, un poco alejado, pero su aspecto era inconfundible y, al igual que le sucedió la primera vez, sintió una especie de atracción hacia él, de curiosidad enfermiza, y su cuerpo se estremeció.
Si en el primer encuentro le pareció atractivo, ese día estaba imponente, aún cuando la situación en la que se encontraba parecía embarazosa e impropia de un caballero. Arrastraba del brazo a una mujer, mientras ésta, tratando de zafarse de él, le gritaba todo tipo de improperios. Después de aquello desapareció durante el resto de la celebración.
Y hoy, de nuevo, le veía por tercera vez.
Volviendo a la realidad, observó como Lucas permanecía de pie, frente a ella, examinándola fijamente. Definitivamente era el hombre más atractivo que había visto en su vida.
―¿Acostumbra usted a entrar siempre sin llamar?  ―Disimuló la emoción de volver a verlo y le lanzó una mirada hostil. La respuesta de Lucas la pilló desprevenida.
―Siempre y cuando haya sido invitado, sí ―le inquirió Lucas, sin apenas inmutarse―. Y ya que veo que me recuerdas, nos ahorraremos las presentaciones. ―Parecía divertido.
Ignorando su último comentario, Virginia volvió al ataque.
―Lo que no recuerdo es haberle invitado, señor... ―dejó la frase inconclusa, esperando que fuera él quien la cumplimentara. Conocía perfectamente su nombre, pero no iba a darle ese gusto.
―Saldarriaga, Lucas Saldarriaga ―intervino Oliver―. Le he invitado yo. ―Si las miradas matasen, el abogado habría caído fulminado en el acto―. Virginia, deberías escucharle. Él es nuestra solución, la única opción de conservar Vidasa. Y las condiciones son aceptables.
Virginia apostaría que Oliver evitaba mirarle a los ojos. Le conocía demasiado bien y, por su actitud evasiva, presentía que este trato arrastraba algo turbio.
―De acuerdo, señor Saldarriaga, tiene un minuto. Sea breve ―dijo de forma rotunda y descortés, ansiando saber qué tenía que ofrecerle ese hombre tan enigmático.
―Para empezar, siento mucho lo que le ha ocurrido a Daniel. Espero que se recupere pronto. ―Su dolor parecía sincero.
―Gracias, eso esperamos todos ―respondió, algo más relajada.
―En fin, iré al grano, no tenemos mucho tiempo. No sé si sabrás que, actualmente, soy un cargo público del Ministerio de Industria, pero que hasta hace tres años dirigía la cadena de Supermercados Taste me. Ambos puestos me han permitido conocer en profundidad el negocio de la alimentación.
―¿Y…? ―susurró débilmente, apremiándole.
―Deseo ayudar a Daniel. Es un buen amigo. ―Se detuvo―. Estos años en los que he dedicado mi vida a la política me han dado la oportunidad de descubrir que no pertenezco a ese mundo. Sencillamente no encajo en él. Demasiada hipocresía y favoritismos. Estoy pensando en volver a ejercer de empresario.
―Ahhh.
Su conversación monosilábica exasperaba a Lucas, que guardó la calma y prosiguió con su exposición.
―Sé de buena tinta que si Vidasa pasa a manos de Márquez, la calidad del producto caerá en picado. No sería justo que el esfuerzo de tantos años quedase en nada.
―Una vez venda, lo que pase con Vidasa dejará de ser asunto mío ―mintió.
Le horrorizaba pensar que todo aquello por lo que tanto había luchado su familia se fuera al garete en dos días. ¡Por supuesto que le preocupaba el futuro de la empresa y de sus trabajadores!
―No hablas en serio ―le contradijo Lucas, provocándola intencionadamente―. Créeme si te digo que Márquez es un tipo que no se caracteriza precisamente por su integridad. Es más, podría asegurar sin temor a equivocarme, que es ruin y despreciable. Como ves, no somos precisamente buenos colegas.
―Ya. Y ahora que me ha puesto en antecedentes, ¿qué pretende? No sé dónde quiere ir a parar. ―Virginia frunció el ceño. Sin motivo aparente, Lucas conseguía ponerla nerviosa―. ¿Oliver, qué significa esto?
―Tiene una oferta ―aclaró el letrado.
―¡¿Una oferta?! ¿No te parece que llega demasiado tarde? ―Observó al intruso con atención, tratando de adivinar sus intenciones―. Por el amor de Dios, ¡estamos a punto de firmar! ¿Qué es lo que quiere, Saldarriaga? ¿No pretenderá que le venda la empresa a usted?
―Llámame Lucas, por favor. Me encantaría poder comprar Vidasa, pero mi amistad con Daniel me impide aprovecharme de las circunstancias.
―Entonces, ¿de qué solución estamos hablando? ―saltó impaciente.
―Mi oferta es sencilla y creo que todos saldremos beneficiados. Se trata de que yo me convierta en socio capitalista adquiriendo un veinte por ciento del paquete de acciones de Daniel. De este modo él continuaría siendo el accionista mayoritario, al tiempo que mi entrada de capital permitiría hacer frente a los pagos pendientes. Estoy convencido de que con trabajo y tesón, sacaremos adelante el negocio de nuevo.
―Señor Saldarriaga. ―Él le hizo un gesto recriminatorio y ella captó el mensaje―. Perdón... Lucas, es de agradecer que trate de ayudar, pero si bien es cierto que económicamente no atravesamos nuestro mejor momento, el dinero es sólo una pequeña parte del problema. Por alguna extraña razón, la cadena de fabricación y distribución no funciona como debería, no cumplimos plazos, hay errores en la entrega de pedidos o, lo que es aún peor, ni siquiera entregamos en algunas ocasiones… Las cosas no marchan como antes.
―Lo sé, por eso estoy aquí.
Ignorándole, continuó:
―Hemos dejado de gozar de la confianza de muchos de nuestros clientes, que han optado por marcharse a la competencia. Me temo que su aporte de capital tan sólo alargaría la agonía durante otros seis meses y, posiblemente para entonces, la situación sea tan caótica que no me darán ni un céntimo por Vidasa. ―Dirigiéndose al abogado, Virginia prosiguió con cierto pesar en su voz―. Oliver, sinceramente, no veo que esto sea una solución factible.
―Déjale continuar, Virginia, todavía hay más. Créeme, funcionará ―le suplicó con una convicción plausible.
―Conozco perfectamente la actual situación financiera de la empresa ―era evidente que Oliver le había informado de todos los pormenores―, y tengo la absoluta certeza de que puedo sacarla adelante y posicionarla de nuevo en lo más alto. ―Su arrogancia no tenía límites―. Eso sí, seré únicamente yo el que tomará el mando total de la empresa. Hasta que Daniel se recupere, por supuesto.
Con una expresión de extrema dureza, añadió:
―Virginia, espero que este último requisito esté lo suficientemente claro. ―Ella le lanzó una mirada feroz―. Ése es el trato. Yo seré el único responsable de todo cuanto tenga que ver con Vidasa.
―Pero...
―No dejaré que nadie, ni siquiera tú, interfiera en las decisiones que tome respecto al negocio. Yo asumiré la dirección total y absoluta. Y este punto no es negociable ―apuntó Lucas con determinación y sin pestañear.
Virginia detestaba su tono autoritario. Ahora mismo era un torbellino de dudas a punto de estallar. No deseaba vender, pero ¿y si accedía a este inesperado plan y Vidasa se hundía definitivamente sin poder sacar nada a cambio?
Oliver, consciente del total desconcierto de Virginia, se acercó a ella y le cogió las manos entre las suyas.
―Lucas es un gran empresario. Domina este negocio y te aseguro que no tardará ni una semana en ponerse al día. Ha estado estudiando las cuentas conmigo y está convencido de poder sacar la empresa adelante.
―No sé... ―respondió dubitativa.
―Por favor, déjale intentarlo. Dale seis meses y, si no funciona, entonces podrás vender, pero con la seguridad absoluta de haber agotado todas las posibles soluciones.
―Pero, Oliver...
―¡Daniel haría lo imposible antes de vender su empresa!
Aquel comentario era un golpe bajo. Virginia estaba completamente bloqueada. No podía pensar con claridad y además le aturdía el hecho de que en la sala de al lado estuvieran esperando. Como si de pronto recobrase la lucidez perdida, habló con firmeza.
―¿Y qué ocurrirá si la empresa no remonta o quiebra durante esos meses? ―Se dirigió a Lucas―. ¿Puedes garantizarme que comprarás la empresa por el mismo importe que piensa pagarme hoy Márquez? Descontando tu paquete de acciones, por supuesto.
Estaba segura de que él no aceptaría esa condición.
Lucas hizo una mueca, como si sonriese. No se había equivocado al juzgarla. Era inteligente y decidida; tal como la describía Daniel, que inconscientemente hablaba de ella a menudo. Esa mujer no sólo era guapa, sino que además tenía la cabeza muy bien amueblada. Estaba decidido a conocerla mejor, si bien era consciente de que ella no se lo iba a poner nada fácil. No parecía apreciarle demasiado.
―Bien, supongo que es justo ―afirmó, convencido. Ella le observó expectante―. En caso de no conseguir levantar el negocio en...  digamos, diez meses, me comprometo a comprar Vidasa por el precio pactado hoy.
Virginia abrió los ojos como platos, sin saber muy bien si reír o llorar. No podía creer que aceptase semejante disparate.
―Con una condición ―le interrumpió. Lucas levantó las cejas en muda pregunta—. Ni un solo despido. Tienes que garantizar la permanencia de todos los puestos de trabajo, así como que no habrá rebajas salariales.
―De acuerdo. Me comprometo a no tocar, salvo en caso de extrema necesidad, que en todo caso discutiríamos en su momento, la partida de gastos salariales.
Virginia no daba crédito a lo que estaba escuchando. Era demasiado fácil. De pronto, Lucas añadió, con una tranquilidad pasmosa:
―Yo también tengo una condición: Si finalmente me convierto en socio capitalista y me hago cargo de la empresa, no dudo en que Márquez hará lo imposible por acusarme de cohecho, uso indebido de información privilegiada, espionaje industrial o cualquier otro delito semejante. Y no sin cierta razón ―susurró para sí mismo.
―¿Y? ―le respondió Virginia en tono altivo―. No veo cómo puedo ayudarte en eso.
―Ya lo creo que puedes. Mi reputación hasta ahora es intachable y quiero que continúe siendo así. Debo estar seguro de que nadie pueda acusarme de actuar de mala fe o haberme aprovechado de mi paso por la política. Naturalmente, yo dimitiré de mi cargo público antes de formalizar la operación, pero mi orgullo me exige que de mi andadura se diga que actué como un perfecto caballero, como lo haría un hombre honrado y enamorado, capaz de cualquier cosa por salvar a su dama en apuros. Y para ello, tendrás que casarte conmigo.
Virginia estaba perpleja.
―¿Es una broma, no? ―Por el cruce de miradas entre Oliver y Lucas, supo que la cosa iba totalmente en serio―. Definitivamente, habéis perdido el juicio ―indignada, miró a su abogado―. Oliver, no pensarás que pienso casarme con este… ―Se detuvo. «Monstruo» era el calificativo más suave que le venía a la cabeza―. ¡Con este desconocido! ―acertó a decir finalmente.
Lucas la observaba con aire divertido. Su actitud arrogante le exasperaba. Parecía tan seguro de sí mismo que la anulaba, sin dejarle pensar con claridad.
¿Casarse? ¿Ella? ¡Ni soñarlo! A sus treinta y tres años, era una mujer hermosa y llena de vitalidad, pero amante de su libertad. Era atractiva, alta, delgada, con una larga melena oscura y unos preciosos ojos negros que, junto con su carácter alegre y risueño y ese halo de misterio que parecía acompañarla siempre, hacían de ella un cóctel explosivo.
Lo cierto es que podía conseguir a cualquier hombre que se propusiera..., todos la encontraban irresistible. Pero simplemente pensar en la idea de compartir su vida se le hacía cuesta arriba y le producía una terrible angustia. No, estaba mejor sola.
Y ahora, aquel saco de testosterona le decía que tenía que casarse con él para salvar Vidasa. ¡Esto era demasiado! ¿Se había vuelto loco?
Se encaminó hacia Oliver y, sujetándolo por los hombros, le acusó con el dedo.
―¿Ésta era tu fantástica solución? ¡Por lo que más quieras! ¡Es un plan maquiavélico! ―Estaba realmente furiosa. Sentía un deseo irrefrenable de abofetearle.
―Vamos, Virginia, sólo serán unos meses. Hasta convencer a todo el mundo y a la prensa de que Lucas ha actuado con honestidad. Luego formalizaremos los papeles del divorcio.
Virginia no podía creer que la posibilidad de conservar Vidasa pasase por ese trámite. Eso jamás entró en sus planes, ni siquiera por amor. No creía en los flechazos ni en el amor a primera vista y, menos aún, en el amor eterno. Detestaba la idea del matrimonio, aunque aquél fuese uno de conveniencia.
―Lo siento, no puedo hacerlo. Es una locura.
―¿Crees que a mí me atrae la idea de casarme contigo? ―dijo Lucas en tono despectivo.
Eso la enfureció todavía más.
¿Acaso consideraba que ella no era lo suficientemente digna como para ser su esposa? «¡Engreído!» Él jamás podría aspirar a encontrar a una mujer como ella.
De pronto, se encontró divagando sobre aquella descabellada idea. Aquel hombre le resultaba odioso. Era dominante, presuntuoso y arrogante aunque, para ser sincera, debía admitir que sentía una enorme atracción hacia él. Algo le decía que, desde el primer momento que Lucas entró en su vida, había deseado conocerle más en profundidad. Pero de ahí a contraer matrimonio...
Desechó la idea. Casarse con él para salvar Vidasa era la estupidez más grande que podría cometer.
La puerta se abrió de golpe y apareció Márquez, impaciente y con aire de preocupación. Pareció aliviado al ver que Virginia permanecía aún allí.
―¿Va todo bien? La estamos esperando.
Entonces su mirada se topó con Lucas y su cara se descompuso.
―Saldarriaga, ¿se puede saber qué coño haces tú aquí? ―Aprisionó con fuerza el brazo de Virginia, arrastrándola hacia la puerta―. Señorita Delgado, no sé qué es lo que está ocurriendo aquí, pero será mejor que firme ahora mismo o le juro por Dios que lo lamentará.
Virginia forcejeó hasta conseguir soltarse.
¿Pero con qué derecho le hablaba así? Sentía un fuerte dolor en el brazo. «¡Mañana tendré un cardenal terrible! Maldito bastardo», pensó Virginia, que vio cómo a Lucas se le tensaban los músculos y temió que hiciera algo de lo que luego pudiera arrepentirse.
―¿Me está amenazando? ―exclamó con firmeza―. Quizá sea usted el que lamente haberme conocido. Le aseguro que si vuelve a tocarme de ese modo, le demandaré por agresión. Y desde luego, ¡olvídese de comprar Vidasa!
―Bravo, Virginia, así se habla. ―Oliver no pudo contener la emoción―. Sabía que harías lo correcto. ―Y, sin más, le plantó un beso en la mejilla.
Lucas deseaba con todas sus fuerzas golpear a Márquez, pero se contuvo. Ciertamente esa mujer le tenía fascinado, pero debía ser prudente. Si detectaba la atracción que sentía hacia ella, era hombre muerto. Lucas vio interrumpidos sus pensamientos por los insultos de Márquez, que parecía recién salido de un manicomio.
―Si has tenido algo que ver con esto, Saldarriaga, te juro que acabaré contigo, aunque tenga que dedicar mi vida entera en conseguirlo. Te llevaré a los tribunales o donde haga falta, ¡traidor! Hasta ahora te han salido bien tus tretas, pero no podrás librarte de ésta tan fácilmente. Nadie querrá volver a hacer negocios contigo. Voy a hundirte, cabrón.
Lucas permaneció impasible, clavándole la mirada con desprecio. No parecían afectarle aquellas amenazas. Simplemente se limitó a observarle con una serenidad pasmosa. Era un hombre con una gran capacidad de autocontrol.
No obstante, sabía que Márquez haría todo lo que estuviese a su alcance para destruirle. En su etapa anterior, mientras estuvo al frente de la cadena de alimentación, habían sido competidores directos y, desgraciadamente, conocía sus sucias tretas para hacerse con grandes clientes sin importarle acabar con la reputación de un buen hombre. Difundía falsos testimonios o rumores maliciosos si era preciso.
Sin apenas inmutarse, se dirigió a Virginia y, para asombro de ésta, le cogió la mano con dulzura y se encaminó hacia la puerta. Cuando llegaron a la altura de Márquez, se giró hacia él.
―Si nos disculpa, debemos irnos. No veo que nuestra presencia aquí sea necesaria ni un minuto más. Oliver ―añadió, indicándole la salida con la mano―, tú primero.
Virginia notó cómo le apretaba la mano con más fuerza. Ella no sabía exactamente cómo ni por qué, pues apenas le conocía, pero ese hombre lograba transmitirle una gran seguridad y protección.
Mientras se encaminaban hacia los ascensores, supo que se casaría con él. Lo que ya no tenía tan claro era cómo diablos iba a terminar esa locura.

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